11/21/2009

LA BRÚJULA


Lo abrió demorándose en el placer crepitante del papel de seda; sopesó la posibilidad de evitar que se rasgara para luego doblarlo y guardarlo entre los demás papeles de regalo que formaban una pila multicolor en el segundo cajón de la alacena pero una involuntaria rotura le ahorró la decisión, aceleró el trámite y lo que había sido todo cuidado y lentitud se transformó en pura furia y bollos arrugados.

La caja era aún más bonita que el papel, con bisagra y broche de metal. “Esta sí la guardo”, pensó al tiempo que levantaba la tapa. Sobre una maraña de espuma plástica descansaba una preciosa antigüedad, una brújula.

La sorpresa superó a la decepción de no encontrar una joya en aquel nido tibio, la pulsera o el reloj que había imaginado cuando él le entregó el paquete.

Eso había ocurrido unos minutos atrás, después de que la dejara en la puerta de su casa y antes de darle arranque al auto y perderse en la noche. “No lo abras, Helena, no hasta que no me haya ido”, le había dicho sin darle tiempo siquiera de fingir una protesta. Simplemente se fue sin mirarla dejándola sola, sin él, y con aquella pequeña obra maestra del packagin entre las manos.

Mientras la llave giraba en la cerradura varias cosas se mezclaron en su cabeza formando capas que se cubrían unas a otras formando una Babel de pensamientos: la felicidad de volver a su casa y a sus cosas conocidas, el vago lamento por la soledad, el vino que había descorchado ayer y que hoy sabría más rico, el color de sus uñas que combinaba con el del lazo del paquete y que curiosamente repetía el color del vino. Reparó al final en la colección interminable de ideas paralelas o levemente cruzadas que se desencadenan al menor estímulo.

A Roberto lo había conocido un par de meses antes en la inauguración del bar de un amigo común. Le resultó simpático pero uno más de esa extensa colección de hombres sueltos que ni bien la conocen a una le plantan el orgullo de su condición de solitario en medio de la cara pero que al promediar la velada, fatalmente, descubrimos la hilacha de aquel que se ha perdido y busca desesperadamente volver al amparo de lo conocido.

Tal vez todos estemos un poco perdidos. Deambulamos en un mundo bastante más hostil al imaginado o, mejor dicho, poblado por gente más hostil a la imaginada. Será que todo cambia muy rápido y nosotros tenemos en los genes el letargo de una siesta de verano que nos impide reescribirnos con la velocidad que amerita la vida o por ahí uno se acomoda morosamente en su covacha interna cansado de equivocarse y se queda hasta el fin de los tiempos aunque por fuera camine, baile, trabaje y se relacione. Sea lo que fuere, sí es cierto, que de tanto en tanto uno recibe en el reflejo del espejo la mirada desconcertada de un chico que se ha perdido en la plaza y todo su mundo de toboganes y hamacas se paraliza en ese instante mortal: la sonrisa se congela en el rostro angustiado, el reloj no avanza ni un segundo y las sombras de los árboles no cambian su largor hasta que no reconoce la silueta materna sentada en ese y no en aquel otro banco.

Helena no le dio a Roberto más chances que a otro. O mejor dicho no se dio a ella la menor oportunidad, era como si repitiera esquemas largamente conocidos condenados al fracaso de antemano. Lo supo desde el principio y tal vez él también. Salieron a pasear, fueron al cine, tomaron el te mirando al río, compartieron una cena y una cama pero no hubo manera de establecer entre ambos un mínimo de complicidad. Ese recóndito elemento que hace que uno confíe en el otro. Sin eso presente todo queda en la superficie y cada salida se parece inevitablemente a la anterior. La repetición conspira contra las relaciones humanas tal vez porque uno sospecha y anhela que por debajo de la apariencia haya, ¡por favor!, algo más.

La noche del paquete fue la última de aquellas salidas y hubiera tenido destino de olvido de no mediar la brújula.

Nunca había tenido una. Le gustaba ese objeto extraño de apariencia simple pero cuyo funcionamiento se basaba en las complejas leyes del magnetismo terrestre. Prima del astrolabio y genéticamente china u olmeca tenía algo de mágico y secreto en la titubeante oscilación de la aguja.

Se sirvió una copa de vino mientras pensaba en qué lugar de la casa podría lucir mejor su nueva pertenencia pero pasó un rato y se percató de que la brújula aún estaba entre sus manos. “Sería una grosería no agradecer”, pensó y marcó en su teléfono el número de Roberto.

– El usuario del número solicitado está inhabilitado para recibir llamadas – dijo una voz femenina con toda la metálica calidez de la que es capaz una grabación.

Intentó el llamado varias veces más. Sin éxito. Corrió a la computadora y abrió el programa de chat para comunicarse por esa vía. No se sorprendió al verificar que había sido eliminada de los contactos de Roberto.

La vida le había enseñado a no ahogarse en un vaso de agua y esa nueva situación de casi orfandad despertó algo interno y dormido que le obligó a mirar la brújula que aún sostenía en una mano y a pensar que había llegado el momento de usarla.

1 comentario:

Malinata dijo...

Por fortuna encontró la brújula, o se la obsequiaron, o le llegó cuando justo la necesitaba o como haya sido, encontró el rumbo.
Cuántas veces vemos o nos vemos sin saber ni qué queremos o sin tener ni la menor idea de si lo que tenemos es lo mejor o lo peor.
Saluditos.