12/15/2009

El Beso de Klimt


Este cuadro me acompaña desde que, hace veintitrés años, gracias a R., lo descubrí en un pequeño y secreto negocio de la ciudad de La Plata. Habíamos ido a ese lugar a elegir una reproducción que él me enmarcaría como regalo de cumpleaños. Entusiasmada como una criatura, me aboqué a la deliciosa tarea de seleccionar algún cuadro que sería sólo para mí. Y con ese estado de ánimo lo encontré: ahí estaba, pequeño y dorado, con un hombre moreno y una mujer rubia –como nosotros–, ensimismados y fundidos en un abrazo y en un beso posesivo que el hombre le daba a la mujer.
Meses después, R. se fue de mi vida, pero El Beso de Klimt quedó como un bello recuerdo de lo que pudo haber sido.

Al tiempo, el que llegó fue L. y yo llevé mis cosas para unirlas con las suyas. El cuadro, cuyo origen él no conoció, me acompañó en mi recorrido. Poco después, descubrí con gran asombro –ya que ingenuamente seguía creyendo que era la única que sabía de su existencia– un póster de mayor tamaño del que tenía. Ahora era grande y más dorado, yo seguía identificándome con la mujer rubia, pero el hombre moreno era otro. Encargué que le pusieran un bastidor y mi alegría cuando fui a buscarlo era semejante a la de poseer un tesoro.

Cada vez que lo observaba, sentía que mi deseo era ser amada así, con ese arrobamiento. No sabía nada de Gustav Klimt, pero estaba segura de que él lo había pintado para que alguna vez llegara a mis manos y a mis ojos.

El tiempo pasó y el bastidor fue reemplazado por otra lámina, un poco más chica, pero con derecho a un marco. Volvía a ser un cuadro, no un póster. El marco era verde y creaba una sinfonía armónica con los colores dorados que envolvían a la pareja. Mi entusiasmo al ir a buscarlo cuando estuvo listo era el mismo de siempre. Lo que había cambiado casi imperceptiblemente era la armonía exterior que lo rodeaba. Las coincidencias entre el afuera y el adentro habían comenzado a diluirse.

A veces me quedaba mirándolo, tratando de encontrar, en el juego de diferencias y similitudes entre el hombre y la mujer del cuadro, las razones del alejamiento que, en forma agazapada, se había ido incrustando en mi corazón. Empecé a creer que la mujer rubia, en vez de aceptar pasivamente el abrazo y el beso del hombre moreno, se defendía con cierta timidez, presente en los dedos recogidos de la mano que estaba apoyada sobre la espalda masculina y en la leve crispación de la otra mano, que ya no me parecía que acariciase la mano del hombre. La impresión que me daba era que estaba intentando apartarla de su rostro.

Poco después, en un viaje a Roma, volví a encontrarme con El Beso, esta vez en una tela que tenía casi las proporciones originales. Recuerdo mi expresión de sorpresa al levantar la mirada que estaba detenida en una vidriera y descubrir, otra vez, en la pared de un pequeño y secreto negocio, una reproducción de una belleza deslumbrante. Entré sin dudarlo y le pedí a la vendedora que me la mostrase. De nuevo habían vuelto a conmoverme el color dorado y el amor que emanaban del cuadro. Esta vez podía tocar la alfombra de flores, podía recorrer los límites de los cuerpos, desdibujados, sutiles y claros, todo al mismo tiempo. Por imperio de la magia del dibujo y de la perspectiva en dos dimensiones, podía ilusionarme intentando encontrar parecidos entre el cuadro y la vida real. Se transformó en el objeto más preciado que conseguí en ese viaje. Lo llevé a enmarcar a un taller que se especializaba en telas y me detuve amorosamente a elegir el marco más adecuado para su magnificencia. Mi felicidad al ir a buscarlo cuando estuvo listo fue enorme, como siempre.

Deposité entonces, en el cuadro colgado en el respaldo de nuestra cama, parte de la ilusión de que era posible recuperar algo de la armonía, ya casi irremediablemente perdida. No me había dado cuenta de que era la primera vez que el cuadro estaba a mis espaldas. La imagen dorada, de éxtasis y de entrega, se había transformado en algo opresivo por el contraste cada vez mayor entre el cuadro y la realidad que lo rodeaba.
Mientras que su tamaño y su importancia habían aumentado de manera notable, en forma inversamente proporcional habían disminuido nuestro amor y nuestra tolerancia. No habíamos logrado hacer corresponder las dos dimensiones del cuadro con las infinitas dimensiones de nuestra realidad.

L. también se fue de mi vida, pero El Beso sigue estando. Ya no ocupa el monárquico y exclusivo respaldo de la cama, sino un lugar más democrático en el living, al alcance de la vista de todos.

Ahora, cada vez que lo miro y me detengo en los ojos cerrados de la mujer, en las prolongaciones doradas que salen de su vestido y de la aureola entrelazándose con la alfombra de flores; cada vez que percibo la pasión y la soledad de ambos amantes; cada vez que recupero lo universales que son, me reconozco en él y me encuentro. La alegría es la misma, como siempre. Pero ahora entiendo algo que antes no alcanzaba a ver: la imagen detiene un momento, el momento de la entrega total, del arrobamiento de la sumisión. Y así, el cuadro se transformó en un punto de partida, no de llegada como creía antes, casi en otra vida.

4 comentarios:

Arturo Herrera dijo...

Di, cómo hay arte (música, textos, o pinturas) que nos acompaña durante toda la vida, al inicio nos dice una cosa y con posterioridad otra, pero su capacidad de vibrar al unísono se mantiene siempre.
Besos

Marina-Emer dijo...

vengo para felicitarte las fiestas Navideñas y desearte un prospero año 2010
besos
Marina

letra de tango dijo...

Uyyyyy Diana qué sorpresa linda, te acordás que me lo prestaste para dar una clase!!! me gustó y me sirvió
muy buen recuerdo

besos
haydée

Malinata dijo...

Siempre me ha gustado este asunto de la percepción y de la memoria colectiva que se va formando con la vivencia de cada uno, pero lo que me llama más la atención en tu texto, es esta memoria personal que se va haciendo y deshaciendo con el paso del tiempo.
La misma imagen con diferentes circunstancias y por supuesto que opuestos sentimientos.
Qué maravilloso es poder dar marcha atrás, desdecirse, cambiar, percibir en fin, de manera diferente la misma realidad y el mismo objeto.
Simplemente fascinante.