12/01/2009

DE LOS ESCRITOS DE CALEB


(Este cuento es la precuela –horrible palabra– de “Condiciones Normales de Presión y Temperatura” que puede ser leído en www.rosariocollico.blogspot.com)

Recibí el llamado de Roberto un lunes por la tarde. Dijo que un amigo le había dado mis señas particulares pero no especificó quién y yo tampoco lo pregunté; no hace falta preguntar todo. Pensé en rechazar su solicitud, últimamente tengo mucho trabajo, pero algo, tal vez el hastío de su voz, me persuadió de darle una oportunidad. Lo cierto es que le hice un lugar en mi agenda. Tuve, para ello, que posponer mis clases de masajes Thai o de digitopuntura, ya no recuerdo.

Lo cité en el salón de té del Jardín Japonés; para los negocios nada mejor que la quietud de un parque en medio de la ciudad; hay algo en esa mixtura de energías antagónicas que me resulta benéfico.

Roberto me esperaba en una esquina del salón. La luz gris de aquel miércoles le confería una tonalidad verdosa a su cara ensimismada. Parecía pequeño, hundido en el sillón; lo asocié con algo deshuesado, un pulpo o una medusa. Era él, lo reconocí de inmediato, su imagen concordaba perfectamente con la voz que recordaba. Para quien sabe escuchar es la voz de una persona un rasgo identificatorio de excelente calidad; casi mejor que una foto.

–Caleb– le aseguré mientras extendía mi mano hacia él.

La sorpresa o un temor súbito le abrieron los ojos, lo despertaron del letargo en el que flotaba y lo devolvieron a la realidad. Creo que no me esperaba o, mejor dicho, no esperaba lo que soy: un enorme negro calvo ataviado con un sari anaranjado. Sé que es un atuendo originariamente femenino pero he logrado adaptarlo a mi masculinidad. Por lo demás me resulta comodísimo.

Su mirada me recorrió de arriba abajo mientras estrechaba mi mano en desordenado y aparatoso apretón. Sus ojos se anclaron en mis pies o quizá en las sandalias de yute que los protegían. No se consigue calzado en serie en este número por eso es que un artesano las hace para mí siguiendo un diseño personal. Cuido mis pies al igual que el resto de mi cuerpo. Ellos son el basamento del templo que habita mi espíritu.

–Yo lo llamé…–empezó a decir Roberto pero lo interrumpí.
–Primero el placer, pidamos el té.

Fue sólo después que de que el servicio estuvo en la mesa que retomé la palabra.

No sé cuánto me conviene revelar sobre mis técnicas pero sostengo que cuando uno conoce a alguien hay que tomarse el tiempo para medirlo. Se debe propiciar un espacio de reconocimiento mutuo, de clarividencia. Se pretende establecer una idea sobre el otro con el aporte de la intuición y de los detalles que la vista, el olfato, el oído y el tacto nos permitan recolectar. Entiendo que puede ser una técnica generadora de cierto nerviosismo, sobre todo en un neófito, pero con el tiempo se descubre que es volver al instinto animal; es olerse para ver qué tan peligroso o amigable es aquel que se nos opone. Después llegará el momento del intercambio verbal en el que puede esconderse la mentira. Es entonces cuando uno confronta la imagen elaborada en la mente con el sujeto real que tenemos delante y que decidirá, en ese momento, qué exponer y qué guardar para sí.

Medí a Roberto y supe que él también, a su modo, me medía. Noté su intranquilidad por el parpadeo repetido y por la forma en la que vanamente intentaba secarse la transpiración de sus palmas restregándoselas contra el pantalón. Se mostraba inquieto como si nuestra cita fuera un mal sueño del que quería despertar.

Puse mi mano sobre el dorso de la suya y le dije:
–Calma Roberto, hablemos. –Me reconozco persuasivo y sé que la combinación del contacto entre las pieles acompañado de un mensaje claro y tranquilizador desarma cualquier temor-. Cuentemé –proseguí– ¿qué desea?

Roberto exhaló; literalmente pareció desinflarse como un globo. Relajó sus hombros y se animó a pedir:
–Quiero algo nuevo.
Para facilitarle las cosas pues sabía que no le sería fácil hablar sobre sus deseos le pregunté:
– ¿Algo sólo para usted?, ¿algo que lo incluya? ¿Qué debería generar eso nuevo que usted quiere?
–Mire Caleb, le seré franco, es la primera vez que recurro a… a alguien como usted.
– ¿Qué se supone que debo entender por “alguien como usted”?
– Bueno, usted me entiende…
–No, no lo entiendo –repliqué–, no acostumbro a dar nada por entendido cuando de mi trabajo se trata.
– Está bien, le explico. Hace ya unos años que salgo con Helena, ¡qué mujer! –juntó las palmas como en una plegaria y elevó los ojos al cielo–, una mina hermosa, le juro. Nos conocimos por casualidad y enseguida hubo algo que nos atrajo como un imán. Los dos somos libres pero tenemos nuestras vueltas y además nunca junté coraje para pedirle que viviéramos juntos. Llámelo temor al fracaso si quiere, llámeme cobarde o cómodo… y a ella también ya que estamos porque tampoco ella me dijo nunca nada…
– No estoy aquí para juzgarlo a usted o a su pareja.
– Gracias, sólo buscaba explicarle el contexto de la locura de llamarlo.
– Mire Roberto, no quiero calificar su llamado como una locura. Prefiero pensar que me necesita porque yo tengo algo que usted quiere. Ese “algo nuevo” que mencionó al principio. Ahora sé que se relaciona con Helena la mujer que, según sus dichos, forma con usted una pareja de cobardes.

Roberto sonrió por primera vez y retomó su explicación.

–Caleb, amo a esa mujer, me caliento de sólo recordar cómo me mira, no puedo imaginar siquiera la posibilidad de su ausencia pero desde hace un tiempo empiezo a leer en nuestros hábitos algo que ya viví en otras relaciones, un vaticinio de final y no quiero un final. Me parece que necesitamos un golpe de timón que nos cambie el rumbo, si seguimos así encallamos en la rutina sin escalas. Por eso cuando me hablaron de sus servicios me decidí a llamarlo.

Me gustó la analogía entre su pareja y un barco con certero destino de naufragio, me pareció que Roberto, aún con su apariencia desleída, tenía la imaginación precisa para que la combinación entre Helena, él y mi persona diera buenos frutos.

–Espero que también le hayan hablado de mis honorarios. Le aclaro que soy caro pero valgo la pena.
–Helena justifica cualquier gasto; cuando la conozca lo comprenderá.
–Por lo que me cuenta, Roberto, creo que ustedes requieren lo que suelo llamar una “experiencia Caleb”. Créame, jamás tuve un reclamo.
–Suena un poco fuerte, ¿no le parece? Pero, dígame más. ¿Qué vendría a ser esa experiencia?
–Lo primero que tiene que saber es que no ocurrirá nada que ustedes no consientan, o mejor dicho, no pidan. Tengo la facultad de anticiparme a los deseos de mis clientes y sé como satisfacer cada uno de ellos. Eso sí, tiene que confiar en mí. Les estoy sugiriendo para usted y para Helena una aventura sensorial de primera clase.
–No entiendo nada, sepa disculpar, soy contador.
–Se trata de tensar los sentidos como una soga –le dije levantando ante sus ojos mis dos dedos índices enganchados el uno del otro–, llegar al límite preciso y aflojar. Ni saturar ni retacear; por eso se necesita un experto. Prescribo el placer en la medida justa como para que sean ustedes quienes establezcan cuál será el próximo paso. Helena y usted serán los actores principales en esta obra. Mi tarea es preparar el escenario y cumplir con algún rol tan secundario como imprescindible…
–Le confieso –me interrumpió Roberto despegando la espalda del respaldo del sillón y adelantando su cabeza hacia mí como para no ser escuchado en las mesas vecinas– que me provoca algo de temor pero por otro lado siento que me asomo a un abismo al que quiero caer.

No pude evitar reírme ante la esperadísima reacción de Roberto. ¡Predecible como todos los humanos!, eso es lo que hace fácil mi trabajo; todo se trata de pulsar la cuerda adecuada. Enseguida calmé sus temores:

–No tema Roberto, soy un experto, soy el mejor. No es vanidad es conocimiento puro basado en estudio y observación. La propuesta incluye alternar sensaciones, mezclar y separar, provocar combinaciones extremadamente sutiles o sutilmente extremas. Transitar planos paralelos tanto físicos como mentales, permitir, luego, su inclinación y el inevitable cruzamiento. Se trata de timbales y saxo, canela y pimienta, azahar y almizcle, plumas y satín…

En ese momento reparé en que la expresión de Roberto había cambiado. Su mirada se marchó de sus ojos hacia algún lugar vedado para mí. Se preguntaría, tal vez, qué desafíos sería Helena capaz de aceptar. No seguí hablando pues no quise interrumpir la visión que, a juzgar por su sonrisa boba, estaba disfrutando. De pronto regresó al salón de té del Jardín Japonés, a su sillón, a nuestra entrevista y preguntó abruptamente:
–¿Y qué tengo que hacer?
–Lo primero será cerciorarse de que Helena esté dispuesta a participar de una experiencia distinta. Es imprescindible que ella confíe en usted porque yo llegaré a ella a través suyo.
–Y si acepta, ¿qué hago?
–Haga el cheque a mi nombre. Yo me encargo de todo

2 comentarios:

Malinata dijo...

Corro a leerte mi querida Rosario.
Me has dejado como dicen en las reseñas de pelis, picada con la historia.
Saludines.

Rosario Collico dijo...

Gracias Malinata, ya te contesté en el otro blog pero sigo sin reconocerte.
Besos