7/17/2008

Borges y el Zen, Nota periodística

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La anécdota siguiente —un homenaje a modo— proviene de un pequeño y casi clandestino libro, "El otro lado" (UAM Azcapotzalco y Verdehalago, México, 1996), del filósofo y escritor mexicano Humberto Martínez, no un héroe público sino un santo oculto y casi desconocido, cuya sabiduría y penetración serían admirables si no fueran, simple y lamentablemente, del todo borgianas e inusuales. “El que habla no sabe, el que sabe no habla”, sentencia la doctrina tradicional. Porque él sabe, Humberto Martínez ha hablado y escrito poco. Así y todo, sus cinco o seis libros de escasas páginas son suficientes para proveer a quien los lea de la aguda certeza de estar ante un príncipe del pensamiento que despierta, ante un auténtico explorador de la transformación espiritual, ante otro creyente, en suma, de aquello que quería Borges, uno de sus maestros, quien porfiaba en que “debemos decir: se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.”

Hace años que le perdí la pista. Lo último que supe de él es que había regresado a su natal Monterrey y que vivía dando clases a señoras pudientes de esas perplejidades organizadas que Borges llamó filosofía. Generoso destino el de su silencio íntimo y valiente el de su independencia ajena a la corriente de las formas: ¿para qué quiere ser algo quien ya es alguien? Convocando de este modo su entrañable recuerdo, lindante al del ciego inmortal que hace dos décadas murió del cuerpo en Ginebra sin morir del espíritu, pido permiso para transcribir el breve y centelleante pasaje que lleva por título el mismo de este artículo, Borges y el zen. Será un honor celebratorio hacerlo:

“Tres kôanes debe plantear el discípulo avanzado en un dokusan (entrevista privada con el maestro durante un periodo de varios días de meditación llamado sesshin). El maestro, el roshi, deberá, en este intercambio de papeles, contestar o aprobar al discípulo. Fue en el templo zen de Sojiji, de linaje Soto, que Borges, durante su visita al Japón, y sin haber entrado a sesshin, fue considerado por los roshis Kodo Sawaki, Yamada Reirin y Taisen Deshimaru, como candidato apto para el dokusan del discípulo avanzado. Todos conocían esa obra de Borges en su traducción inglesa: What is Buddhism? (Shambala Publications Inc., 1983). Sawaki fue quien lo recibió. Borges formuló su primer kôan, recordando uno de sus versos: ‘¿Cuál es el otro lado de la tarde?’ Sawaki contestó: ‘Ha cesado de llover’. La memoria poética de Borges le proporcionó el segundo: ‘¿En qué sentido es pobre una araña?’ Sawaki sólo sonrió. Borges, ciego, interpretó su silencio como aprobación, y lanzó su tercer kôan: ‘¿Cómo puede un día ser ávido como el lazo en el aire?’ Sawaki no dijo nada; tampoco sonrió. Se dio cuenta que Borges había pisado la otra orilla desde hacía tiempo, y pensó que si el Viento sopla donde quiere, en lo Vacío todo puede caber.”

No sé si esta historia es rigurosamente cierta, pero sin duda es integralmente verdadera. Ya contaba Borges que la literatura se produce en el enigma, pues de no ser así resulta un mero juego de palabras, una ociosa desdicha: “Pero si uno siente que la tarea literaria es misteriosa; que no depende de uno; que uno es, a veces, un amanuense del Espíritu, entonces uno puede esperar mucho, ya que uno no es el responsable. Uno simplemente trata de cumplir órdenes: órdenes de Algo o de Alguien. Digo esas dos palabras con mayúsculas, sin mayor precisión.”

Cualquier pormenor sale sobrando. Es posible renunciar a un Cielo que no llega, a un Purgatorio que no cesa, a un Infierno que no concluye. Pero no parece necesario, ni siquiera deseable, renunciar a Borges, pues la literatura no es menos real —son sus palabras— que lo que se llama realidad, donde caben entidades evanescentes como el futbol, las campañas políticas, la guerra sucia o las encuestas, y entidades tangibles como los sueños, las fantasías o el zen, esa espada flamígera y sutil que una tarde temprana en Soijiji blandió el poeta desde su seguridad acerca de nada, de no saber ni siquiera la fecha de su muerte, porque al escribir primero fue todos, luego resultó otro, después fue él, y al final volvió, con fecunda plenitud, a ser de nuevo todos.

[Texto citado en una nota de Fernando Solana en el diario Milenio (Junio, 2006) y aparece en “El otro lado” de Humberto Martínez, 1996, Editorial Verdehalago.]

1 comentario:

lichazul dijo...

este abuelito
escribía harto
harto harto harto

tanto como las dinastías